martes, mayo 31, 2005

El Hombre que No Tenía Nada

Siete y media de la mañana. El hombre que no tenía nada se dirigía a la parada del autobús para ir a la universidad como tantos otros días. Llegará tarde, como siempre. Parece como si ni una sola vez el jodido autobús hubiera llegado puntual.

El hombre que no tenía nada tenía novia, una buena chica que le quería y con la que no tenía problemas. O lo que es lo mismo, no tenía nada. No tenía el dolor de la soledad, no tenía la ira de una discusión, no tenía pasión de un momento ni fuego en las venas.

El autobús llegó tarde, como siempre. Como siempre, iba lleno. Como siempre un poco más lleno que el día anterior.

El hombre que no tenía nada tenía amigos. Buenos amigos. De esos que no te traicionan ni te mienten demasiado. O lo que es lo mismo, no tenía nada. No tenía el odio contra el mundo por no darle nada, ni tampoco tenía la calma de quien ha encontrado un amigo solo para él. No tenía momentos compartidos ni bromas con miradas.

Sentado en las escaleras del autobús. Al menos el día anterior había podido ir sentado en las escaleras del autobús. Ese día el autobús iba demasiado lleno incluso para eso. Y encima se estaba mareando. Cuando llegara vomitaría seguro.

El hombre que no tenía nada tenía familia, y además le querían y ayudaban cuando lo necesitaba. O lo que es lo mismo, no tenía nada. No tenía resentimiento contra su familia por el desprecio, ni tampoco tenía ese sentimiento de cariño que surge de ser parte de ellos. No tenía familiaridad, ni risas cómplices.

Al bajar del autobús fue al servicio a lavarse la cara para despejarse, y, de paso, vomitó. No era un buen día. "Pocas cosas más me pueden salir mal" se dijo mirándose al espejo. Justo en ese momento resbaló y se golpeó la frente con el borde del aseo. Desafortunadamente, no sufrió daños graves y salió del servicio. Fue hacia clase, riéndose.

El hombre que no tenía nada tenía un futuro. O lo que es lo mismo, no tenía nada. No tenía motivos para rebelarse, ni tenía el mundo a sus pies. No tenía presente, ya que lo ahorraba para el futuro, ni pasado, ya que lo había derrochado.

Al llegar a clase se dio cuenta de que sangraba. No había dejado de reírse desde que había salido del servicio. Paró de golpe. "Qué extraño" pensó, "tengo sangre". Y empezó a reírse de nuevo, con más ganas que antes.

El hombre que no tenía nada tenía valor. O lo que es lo mismo, no tenía nada. No tenía la cobardía suficiente para dejar atrás sus problemas con la solución que propuso Shakespeare en Hamlet, ni tenía la estupidez necesaria para seguir viviendo. No tenía piel de héroe ni alma de sabio.

No tenía nada. Y estaba muerto porque no tenía vida que vivir. Muerto en vida. Porque no tenía nada.

Ser o no ser. Esa es la reflexión.

jueves, mayo 26, 2005

Paranoico

Este post y los dos anteriores son el comienzo de una historia más larga que tengo en mente titulada Noches de Locura (título provisional, incluso a mí me parece una mierda de título). A algunos os sonarán, pero tenía que subirlos.
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-Ey, tío, ¿sabías que los fuegos artificiales los inventaron los ingleses y los alemanes en un trabajo conjunto en los años 40?
-¡Pero qué dices! ¡Los fuegos artificiales los inventaron los chinos en el siglo VI!
-Bueno, esos no eran de verdad, los verdaderos fuegos artificiales los inventaron los alemanes de la Luftwaffe en Londres. ¡Los ingleses se morían por verlos!
-Eres un sádico.
-¡Bien por Hitler, que inventó los fuegos artificiales de la era moderna!
-¿Sabes qué es lo peor? Que cualquiera que no te conozca pensaría que hablas en serio.
-Y hablo en serio. ¿Cuando has visto que no hable yo en serio? Soy una persona seria. Mira, esa explosión parece la cabeza de Churchill.
-¿Te habían dicho alguna vez que eres un auténtico idiota?
-Qué curioso. Mi madre me preguntó lo mismo esta mañana.
-¿Y qué le contestaste?
-Que era curioso, porque mi novia me había preguntado lo mismo la noche anterior.
-No hay forma de hablar contigo.
-En eso te equivocas. Se puede hablar conmigo perfectamente. Lo que pasa es que tú esperas que yo te responda coherentemente.
-Paso de ti.
-Si fuera cierto, no me lo dirías.

Niños

Muchos niños piensan que hay “cosas” en la oscuridad de su cuarto. A los veintiún años he tenido tiempo más que de sobra para comprobarlo. Estoy seguro de que hay “cosas” en la oscuridad de mi cuarto. Es más, no puedo entender a esa gente que dice que en la oscuridad no hay nada que temer. Claro que hay cosas en la oscuridad, las veo cuando está encendida la luz. Hay mesas, sillas, lámparas... Y todas esperando la oportunidad de abalanzarse contra mí. ¿Que me levanto al servicio? Las sillas, que son dos, se convierten en siete y se tiran ante mí para que me caiga, y así la lámpara de pie, que debería estar en la esquina pero siempre está en medio, tiene camino libre para caerse por voluntad propia y dejarme inconsciente. Cuatro veces ya. Y la malvada almohada, en cuando te distraes y la sueltas, se enreda con las mantas y se lanza contra tu cara para ahogarte. Dos veces.

También existen los monstruos, cuyo hábitat natural suele ser el armario o la zona de debajo de la cama, aunque ambos grupos se llevan muy mal desde que un grupo incontrolado de debajitos puso una bomba fétida en un armario. Desde entonces ni se prestan monedas para la maquina de café ni nada de nada. El de mi habitación es de los del armario y se llama Destruyeydevora González López, Dedé para los amigos. Su madre era una monstruo de alta alcurnia y su padre una marsopa, lo que hace su aspecto aterrador y que la gente le mire por la calle y se ría de él.

Me llevo bien con Dedé. Es un buen compañero de habitación. A veces, en mitad de la noche, Dedé empieza a gritar: “¡Cuidado, cuidado!¡Que la mesilla de tu izquierda te ataca!¡Deja de rodar hacia ese lado, que te vas a abrir la cabeza!”. E, indefectiblemente, no dejo de rodar hacia ese lado y me abro la cabeza. Siete veces ya. La última fueron doce puntos de sutura. Pero hay que reconocer que Dedé lo intenta.

Se lo presenté a mi padre. Me hizo caso durante casi veinte segundos, tiempo suficiente para, tras cerciorarse de que de veras yo era su hijo (tuve que sacar el carné de identidad) preguntar: “¿Debo archivarlo en mi cerebro como monstruosidad salida del infierno o como amigo de mi hijo?” “Como ambas cosas, papá”, respondí. “Ah, entonces como los amigos de Paco”. Paco es mi hermano mayor, que es jevi.

El anterior psicólogo decía que Dedé no existía, que era un amigo imaginario que yo me había inventado y que tenía que madurar y dejar de creer en cuentos de hadas. Así que, en cuanto llegué a casa se lo dije a Dedé, pero no se tomó muy bien lo de no existir. Fue a la consulta, se comió a la secretaria y dos ficus que había para adornar y le dijo al psicólogo que no me metiera ideas raras en la cabeza. Desde entonces yo tengo otro psicólogo y el anterior está en un centro, ingresado, mientras otros psicólogos le dicen que Dedé no existe.

La única pega de convivir con Dedé es que deja los huesos roídos de sus víctimas en el suelo del armario, así que como un día me ponga a buscar los patines voy a ir jodido entre calaveras, fémures y costillas. Pero bueno, nada que no me pasara ya cuando compartía habitación con Paco, que es jugador de rol.

Intento de Suicidio

"Maldita sea" dijo para sí.

Esta vez la cosa se le había ido de las manos. No debería haber metido los genitales en la batidora. Era, con diferencia, el intento de suicidio más chorra del último año. Incluso más que la vez que intentó cortarse las venas con una hoja de papel de la Biblia. El libro de Job, para ser exactos. Aunque más o menos este último intento se encuadraría en la misma clase de cuando se metió en el ano un petardo de carpintero.

El fallo era el hecho de que la batidora era demasiado profunda como para que pudiera llegar hasta las cuchillas, y lo único que había conseguido era un doloroso pero ni por casualidad mortal corte en la punta del capullo.

Y además el maldito corte no dejaba de sangrar. No demasiado, claro. Estaba seguro que no se desangraría, pero no podía subirse los calzoncillos. Lo había intentado, pero era asqueroso. La sangre le formaba grumos en los pelos y empapaba la tela del gallumbo. Y escocía el cortecito, vaya si escocía.

Sopesando sus posibilidades, se dio cuenta de que una tirita no bastaría para detener la hemorragia, así que decidió llamar de nuevo a la ambulancia.

Cuando llegaron los chicos de la cruz roja les saludó por sus nombres. Al fin y al cabo, después de tanto tiempo de relación, te acabas llevando bien. Aunque lo que más le unió a ellos fue lo del petardo. Sin duda. Que dos tíos te lleven al hospital con el ano reventado y echando humo une de verdad.

Cuando les abrió la puerta y vieron que no llevaba pantalones y sangraba de la punta del pene se quedaron blancos. Siempre era lo mismo. Desde la vez que lo intentó lanzándose por la ventana (a pesar de vivir en un primer piso) siempre habían venido los mismos chicos a atenderle. Bueno, no siempre los mismos, eran estos o sino el chico bajito y el otro, el que parecía muy joven. Pero con esos no tenía tanta confianza.

Le caían bien. A las que no soportaba era a las enfermeras del hospital. "Menudas perras" pensaba para él. Siempre se reían de él, ni siquiera se guardaban de que no las viese.

Le llevaron a la ambulancia e intentaron parar el pequeño torrente de sangre con gasas al menos lo suficiente para llevarlo al hospital sin que todo se pusiera hecho un asco. Daba igual. Todo se puso hecho un asco igualmente.

Lo peor sería cuando sus padres se enteraran. Porque una cosa era tener un hijo suicida y otra muy distinta tener un hijo gilipollas. No tonto, no; gilipollas. Y limpiar la batidora. Bueno. Al menos eso sería divertido.