jueves, diciembre 21, 2006

Dioses

Yo soy el cáncer y la cura, yo soy lo que fue y lo que será. Soy utopía y distopía, soy bien y mal. Soy todo. Pero, a la vez, no soy nada.

Lo que habita en mí es más fuerte de lo que nunca creí que pudiera existir; siento el odio y la fuerza que fluyen por las vías de mi cuerpo. La sangre no tiene sitio, y mana por mis oídos y mi nariz, por mis ojos, por mi boca, en espasmos regulares, siguiendo ritmos de Metallica.

¿Y tú te crees mi igual? ¿Tú, con tu pobre mente, supeditada a este plano de simple existencia? ¿Tú, que no ves las altas miras de mi plan? ¡Mi mente ya abarca los espacios intermedios entre dimensiones y hace que salten por los aires, creando realidades aisladas!

¡Armageddon, Ragnarok! Distintos nombres para un mismo acontecimiento. Al final en todas las religiones hay cosas que se mantienen invariables. Que el fin del mundo llegará con la gran guerra de los Dioses es una de ellas. Y esa guerra se librará dentro de mi cabeza, y el campo de batalla estará sembrado de drogas antimetabólicas.

Zeus con un chute de coca, Mercurio llevando las agujas a Odín y los titanes, que están en una orgía sexual. Thor pasándose a las drogas de diseño y Marte, casi dormido, fumándose algo de marihuana bien cargada.

¡Sefirot provocado por el éxtasis alcohólico! Mahoma ya está ido y tiene visiones proféticas, y Siddharta en el baño vomitando junto a Jesús y su coro celestial, que tienen el estómago hecho polvo por los tranquilizantes.

¡Todavía no ha llegado lo mejor! ¡Chutes de parafina y formol! ¡Millones de muertos en la capilla sixtina! ¡Jerusalén arderá con sus mentiras! Los caballeros, ¿que serán, podridos en sus propias armaduras oxidadas? ¡Los fanáticos no tendrán un señor al que servir y se suicidarán en masa!

¡Ahora sí tengo poder para hacerlo!

¡Resistir es perder la última esperanza de redención! Ahora, yo soy Dios. Cree o no creas, igualmente estás perdido. Igualmente todo está perdido.

-Vaya, hoy sí te ha dado fuerte. ¿No habrás estado mezclando otra vez, verdad, David?

-Cállate, jodido hereje, y ayuda a tu Dios a levantarse, que este charco de vómito no es un buen sitio de peregrinación para mis fieles. Llévame al cuarto de baño. -David se tambaleó intentando ponerse en pie. -Y deja de mirarme así o te declaro ya mismo la guerra santa, gilipollas.

Marcos ya estaba acostumbrado a esto. David tenía la extraña costumbre de entrar en el hiperrealismo religioso cuando se emborrachaba, y esta vez no estaba seguro de que solo fuera alcohol. Como las últimas veinte o veinticinco veces.

Le ayudo a levantarse y lo llevo hacia el cuarto de baño, siguiendo sus bandazos por simple inercia, pero manteniendo el equilibrio.

-¿Sabes? He estado pensando -dijo David -¿Por qué cojones seguimos peleando día tras día, dejando que las cosas se vayan complicando con el paso del tiempo, si al final lo que cuenta es ser gilipollas? -Cuando David estaba borracho sus pensamientos eran acertados. Su forma de explicarlos no. Y sus insultos acababan siendo repetitivos. Esa noche había pillado la palabra gilipollas. Marcos se preguntó cuantas veces mas la oiría esa noche. La última vez el insulto había sido "capullo"; la pronunció, en distintas frases, sesenta y cuatro veces. -A lo que me refiero es, bueno, a que si la ignorancia es la felicidad, ¿para qué todo esto? Quiero decir, ¿Para qué llevar a un gilipollas -y van tres -al espacio, si pelándosela en tierra sería mucho más feliz? ¡Todos deberíamos morir jóvenes e ignorantes! ¡Y borrachos!

Llegaron al cuarto de baño. David volvió a vomitar, pero, esta vez, al menos no fue sobre si mismo.

Marcos tenía que reconocer que parte de razón había en sus palabras, si eras capaz de separar las ideas que mezclaba en sus frases como probablemente se había pasado toda la noche mezclando con alcohol cosas que, si leías el prospecto, resultaba que no podían mezclarse con alcohol.

viernes, diciembre 15, 2006

Justicia Poética

Durante la puesta de sol, en la cresta de la colina, se recortan las siluetas de dos hombres, espada en mano, luchando. No es una lucha épica, ya desde el principio se sabe quién va a ser el vencedor; mejor luchador, más ágil, más fuerte, más listo. Su ejército observa desde el pie de la colina como su soberbio general concede una lucha a muerte a quien solo merece una ejecución. Aunque esta lucha, al fin y al cabo, también es una ejecución. No es una lucha justa, pero es una oportunidad de morir con honor, como si ese asesino fuera un caballero.

El general se mueve con soltura, pasos seguros, tranquilos, a pesar de la armadura. No se está arriesgando, no debe hacerlo. Suficiente está dando de si mismo concediéndole una muerte en combate y por su mano. El asesino está agotado, resolla sonoramente y se mueve con pesadez. Apenas puede cargar con su espada.

Un movimiento rápido y las espadas vuelven a estar trabadas, la una con la otra. Un golpe seco, un chasquido de huesos, la espada del asesino resonando seca en el suelo al caer, su muñeca rota.

-Muere con honor –dice el general. –Tal vez así el cielo perdone tus crímenes.

Sorpresa en el rostro del asesino. Él jamás habría concedido esta lucha a su enemigo, cuánto menos su bendición. Y se ríe.

-¡Estúpido! –grita con rabia y odio en su voz, ahogando su gorgojeante risa. –Te crees grande y no eras más que un asesino como yo. Peor, en realidad. Yo mataba por algo.

-¿Tú matabas por algo, dices? Mataste a tu padre por conseguir su herencia, a tu más fiel amigo por envidia de su atractivo, reuniste un grupo de bandidos por maldita codicia para matar a todo el que se opusiera, y, cuando estabas perdido ante mí y te envié mensajeros con bandera blanca, que te ofrecían el destierro en lugar de la muerte, los mataste por ira y por maldad. ¿Y te dices mejor que yo, que mato solo por obligación y cuando no me queda ya otra opción? ¿Yo, que te di la oportunidad de un juicio justo? ¿Qué te concedo morir con un honor que en vida no has demostrado?

-Sí, maté por maldad, y ante todo por codicia y placer, pero ese es un motivo. ¿Por qué matas tú? ¿Por justicia, por un falso sueño que no existe, por una estúpida y difusa idea? Y me concedes morir con honor, dices, pero me humillas, me haces luchar en una farsa inútil. ¡Me río de ti y escupo en tu precioso honor! ¡Mejor estaba ejecutado!

El general, pensativo, se queda extático y, lentamente, baja su espada.

-Puede que sea una idea difusa –dice, en voz baja, seria -, pero es una idea mucho más bella que la que a ti te movió. Prefieres ser ejecutado. Sea. ¡Teniente! ¡Traiga a tres soldados y que lo cuelguen del árbol más cercano, como es su deseo!

-Espera, no, mátame en combate, no me mates como a un perro, por favor, por fav…

-Es lo que has pedido y es lo que te concedo. Tendrás, por decisión tuya, lo que un asesino merece, y no lo que yo entrego a todo hombre.

Años después un soldado recordaría cómo el y otros dos fueron con su teniente y cogieron al hombre, le arrastraron hasta un árbol cercano y le colgaron. Recordaría como su general fue con ellos, prohibiendo hacerle más daño del necesario y asegurándose de que se cumplía su orden. Recordaría el orgullo que todos sentían por su general, duro, fuerte, justo, piadoso. Recordaría como el asesino se resistía, lloraba y reía, insultaba, pataleaba y gritaba, maldecía, y el general lo miraba todo, inconmovible.

Y recordaría como solo él, cerca del general y esperando mientras los otros dos preparaban la soga y el prisionero, y el teniente sujetaba el caballo sobre el que este había sido subido para alzarlo del suelo y que la horca le partiera el cuello, solo él vio la lágrima en el ojo derecho del general y solo él le escuchó decir “adiós, hermano”. Y recordaría como esto le hizo sentirse aun más orgulloso.

Jamás se lo contó a nadie.

martes, diciembre 05, 2006

Tal Vez Nada Importante

Había estado lloviendo, pero en ese momento no llovía. Yo iba hacia mi casa desde el autobús, que me deja a unos dos o tres minutos andando, y estaba acabando de bajar las escaleras que llevan a mi calle cuando, frente a mí, entre dos coches aparcados, la vi aparecer.

Los coches estaban separados cosa de un metro, más o menos, y, en ese espacio, apareció lo que en ese momento pensé que era un gato, aunque rápidamente me di cuenta que era una gata, blanca y marrón, saliendo, despacio, con un andar seguro, tranquilo, señorial, de bajo el coche de la derecha. Me quedé parado de inmediato, me pareció tan bonita, tan soberbia su manera de andar, de mirar, tan majestuosa, que quería disfrutar de ese momento. Se paró justo entre ambos coches y miró alrededor, con la cabeza alta, sin miedo. Me vio y me miró un par de segundos fijamente, y yo pensé: “me está diciendo, ordenando, que no me mueva, me está dejando claro lo superior a mí que es”.

Y entonces, sin prisa, se giró y miró atrás, inclinó ligeramente la cabeza y una pequeña bolita de pelo, un gatito precioso, salió, tropezando, de bajo el coche que su madre había dejado atrás. Corría como loco, a trompicones, avanzando hacia el siguiente coche, y, mientras, su madre le miraba, y casi sentí su orgullo por su hijo en como le seguía con la mirada, en como, cuando estuvo a su altura, le empujó con la cabeza, suavemente, con ternura, hacia delante. Después, se giró para mirarme de nuevo, quieta, altiva, expectante.

El gatito llegó al otro coche, con esa tierna dificultad del que está aprendiendo, pero era su madre la que me cautivaba. Seguía mirándome, fijamente, y aun me miró unos segundos más después de que su hijo llegara a su destino. Pero era como si su mirada hubiera cambiado, seguía siendo altiva, majestuosa, pero ahora parecía decir: “me comprendes”.

Se giró y se metió bajo el coche tras su hijo, con gracia felina, con movimientos dignos de una reina. Y me di cuenta que había visto algo especial.

Me fui a casa, pero esa escena ha venido conmigo desde entonces. Hace año y medio ya, y sé, como supe entonces, que es un recuerdo que me acompañará toda la vida, una de esas manchitas de tinta que deja el tiempo en el libro que somos nosotros, que es nuestra vida. Manchitas que son corazones de tinta, rotos o enteros, que son manchas informes de recuerdos amargos de tinta china, que no dejan leer lo que hay debajo, o símbolos al pie de una página o al comienzo de un capítulo que señalan, para nosotros, un comienzo nuevo. Pero este recuerdo no será de esos. Este recuerdo será, para siempre, una pequeña pata de gato, en tinta, al pie de estas palabras.