lunes, abril 16, 2007

Un mal trabajo

Me estoy calando, pero no me importa. La lluvia pega muy bien con la oscuridad de mis pensamientos. Miro atrás y siguen ahí, como sombras en el fondo de mi mente. Persiguiéndome, acusándome. Y no puedo esconderme dentro de mi gabardina, dentro de mi alma, dentro de mi hogar.

Nunca pensé que mi trabajo me seguiría hasta la seguridad de mi hogar. No sé por qué, pero pensaba que podría mantener a mi familia lejos de esto; de toda la basura con la que tengo que tratar cada día; de toda la oscuridad que cada día me absorbe.

Todos los días tengo que moverme por lo más bajo, con los amigos del demonio, locos, psicópatas, estúpidos y malvados, pero pensé que mi familia estaba a salvo. Qué tonto fui.

Llego a casa, pero hoy parece más desoladora que nunca. La calle está casi vacía, excepto un transeúnte que corre con su paraguas tapándole por completo, sin ver nada. Y ellos, claro. Están ellos. Esperando.

Entro en casa y me siento en el sofá, y no puedo contener un sollozo. Gotas de agua escurren por mi pelo y caen en el parquet. Y, tal vez, una lágrima cae con ellas.

Mi hija, mi mujer, tienen que sufrir por mi inocencia. No, inocencia no. Temeridad.

Mi mujer, mi hija, las veo, y tal vez me estoy volviendo loco. Y cada vez que miro tras de mí, veo a una trouppe de payasos (“mocmoc, ¿cómo echtán uchtedech?”).

Tengo que dejar mi trabajo en el circo.