jueves, junio 21, 2007

Cómo usé Inteligencia en lugar de Sigilo para robar pistachos

Érase que se era yo un día robando pistachos. Pertrechado para la guerra y la matraca, con mi colgante más tres a la inteligencia y mi cayado de mago con nudo en la punta, me dirigí raudo y veloz cual rayo de sol mañanero (que si llego tarde a clase, que si no he desayunao, que si sin café no soy persona) a hacer lo que todo héroe ha de hacer en algún momento de su heroica vida. Robarle a una pobre anciana.

Así, yo, astuto cual zorro, veloz cual guepardo, inteligente cual piedra de río y silencioso cual rinoceronte en una cristalería llena de bebés, la ancianita me cazó cual ave rapaz. ¿Cual? Pues una de estas con los ojos grandes, que cazan por la noche y hacen uhhhuhhhh. De esas. Y me cazó cual rata asquerosa. Bueno, normal, al fin y al cabo, soy una rata asquerosa.

Cuando la malvada anciana, que seguro que estaba al servicio de Sauron y era uno de los nueve espectros, empezaba a lanzar su atronador grito de guerra (¡¡ladrón asqueroso, te vi a tronchar el costillar!!) y a alzar su bastón de castaño (pero castaño clarito, casi rubio, oij, y sin teñirme) maldito con el que pensaba mandarme a reunirme con mis ancestros, que están en el hospital todos ellos porque salieron de copas, se les fue el coche y están que si con la pierna rota, que si un esguince y contusiones, yo, raudo cual rauda es la rauda codorniz, hice la del pulpo (pero un pulpo raudo, eso sí) y, usando todos mis poderes (que son encender luz y extender un charco de grasa, además de calentar agua, pero ese no lo usé) la cegué, y le di un empujón sucio, sucio que llevó a la pobre anciana gritando aaaiaaoiuaoaauaiaouaa hasta el borde del río, donde frenó por el simple método de caerse dentro del mismo.

Así conseguí robar los pistachos y convertirme en un héroe para toda la comarca. A la anciana aún no la han encontrado. Están dragando el río, pero nada.

viernes, junio 08, 2007

Sendas Monocromas

Anoche usé una ouija para comunicarme con los espíritus del pasado, con lo que fue en su día sol, luna y estrellas, y hoy no es más que oscuros y olvidados fantasmas de recuerdos.

Quise hablar con el más orgulloso de los mortales, Ramsés, Ozimandias, pero solo mi propia voz me contestó. Solo cuando quise hablar con la esencia de la redención le encontré, pues guardaba la puerta de marfil del laberinto en que ella vive. “¿Me recuerdan?”, me preguntó. “Únicamente cuando brilla el sol sobre el desierto”, le dije, y se entristeció.

Entré en el laberinto, preguntándome cómo había llegado yo allí, dónde estaba la tablilla que había de ser mi medio de comunicación, por qué infausto motivo estaba perdido en el fondo de la mente colectiva. Pero pronto olvidé mis cuitas frente a lo que se antojaba infernal jardín versallesco.

Vi un cartel que decía “Cuidado: Dioses sueltos” y tuve miedo. Para defenderme compré una botella de vodka a un estudiante Holandés de Erasmus que había llegado allí y no había podido volver.

Finalmente llegué al palacio de la redención y crucé unas puertas sobre las cuales, grabado a fuego por mil demonios del tercer círculo, ponía “¡Oh, los que traspongáis este umbral, abandonad aquí vuestras bragas!”, pero siendo como soy, un hombre, no me afectó demasiado. Me quité las bragas y listo.

Allí dentro estaba la redención. Empujé las grandes puertas, blanca una, rojo sangre la otra, rezando por una respuesta. Pero dentro solo había un millón de cuervos que gritaban. Gritaban. Gritaban.