miércoles, septiembre 13, 2006

Amor de Piedra

Todos los días vengo aquí, a observarlo, desde lejos, desde abajo. Su figura es tan imponente, tan poderosa y amante, que podría renunciar a lo que yo considero bueno, y me podría obligar a cometer las peores bajezas. Mi amor por él me ha trastocado el alma.

Porque amo a un ángel de piedra.

Todos los días vengo a la catedral con el único impulso de ver esos ojos, pozos de misericordia que tan bien capturó en esencia el escultor, esos bien formados brazos que intentan alcanzar a Dios, esa cascada de pelo marmóreo sobre sus hombros, ese vuelo de la túnica que con tanta maestría semeja la más fina de las gasas.

Todos los días lo miro desde el transepto, nunca me acerco más. No me atrevería. Es tan perfecto en mi mente que si descubriera alguna imperfección en su piedra me rompería el corazón, si hubiera alguna grieta en sus mejillas, algún fallo en el tallaje…

Todos los días desde hace meses, voy a misa y estoy allí durante horas, todo el tiempo que puedo. Primero intento no mirarle, sé que no está bien, pero también sé que el único motivo por el que estoy aquí es él. Siempre levanto la cabeza, y siempre me sorprendo, a pesar de todo, de él.

Todos los días, y ninguno había sido como hoy. Porque hoy me ha mirado, ha bajado la cabeza y me ha mirado, y, con un susurro de suave tela y un simple aleteo, ha sonreído y ha alzado el vuelo.

Y yo, desde abajo, solo he podido llorar con una sonrisa dulce y amarga, y decir “adiós, mi ángel”.

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