miércoles, marzo 28, 2007

Ciudad Maldita

En la ciudad maldita vivían gentes malditas de tez malditamente pálida y ojos claros. Y malditos, también, los ojos.

En sus malditas calles había gran trajín (maldito, claro) y eso a pesar de que todos estaban malditamente malditos; los malditos mercaderes, que hacían largos viajes al este, viajes que estaban malditos hasta que salían de la ciudad, y traían caras especias y bellos tejidos, que se convertían en caras especias malditas y bellos tejidos malditos nada más llegar, y que anunciaban sus malditos empleados a gritos (podrían ser maldiciones, no sé, pero que estaban malditos hasta los gritos es seguro); los malditos aristócratas, en sus malditos caballos y carruajes recubiertos de pan de oro maldito, con bellos arabescos de maligna malignidad maldita (y mala, y malvada y… eso); los malditos ciudadanos, que ciudadaneaban por las malditas esquinas desde la maldita salida del maldito sol hasta su maldita puesta; damas y soldados, malditos todos ellos, juntos o por separado.

Allí vivía también un rey maldito con su maldita corte resplandeciente, en un bello palacio maldito. Y, a pesar de estar maldito, era un buen gobernante.

En esa maldita gran ciudad nació un maldito día un hombre bendecido, nuestro bendito profeta. Siendo aún un bendito niño, ya dio muestras benditas de su bendita bondad. Molestaba a los malditos ciudadanos y les arrojaba benditas piedras malditas. Sus malditos vecinos le odiaban, porque era un bendito cabrón de niño. Martirizaba a los malditos animales, les cortaba sus malditas patas a las malditas arañas y estas se retorcían de bendito dolor, les arrancaba los malditos bigotes a los malditos gatos, y los malditos animales a los que no podía benditamente torturar, los mataba, para liberación de sus benditas almas.

De adolescente, fue un bendito delincuente juvenil. Robaba a punta de navaja (la navaja bendita se expone estos días para su bendita adoración), y llegó a matar a dos malditos que no quisieron colaborar en su bendita misión.

Ya de adulto tuvo que huir de la maldita ciudad, ya que un maldito juez quería condenarlo a muerte por veinte asesinatos que no había cometido, y que además habían sido benditas obras de salvación de las almas benditas de veinte hombres malditos, con las que nuestro bendito profeta ya demostraba su bendito propósito divino.

Y entonces, en el bendito exilio, decidió fundar su justa iglesia. Reunió a un justo grupo de justos hombres y, explicándoles su bendita visión con su bendita palabra, los convirtió en sus justos discípulos y sacerdotes. Durante diez justos años se dedicaron a asaltar justamente a los malditos comerciantes en el bendito bosque de las benditas afueras de la ciudad maldita.

El maldito rey estaba que se salía de sus malditas casillas. El bendito profeta y sus justos seguidores estaban repartiendo su bendición y su justicia, a partes iguales, entre las vidas malditas de su maldito pueblo y sus malditas carteras, aflojándoles el bendito oro o las justas entrañas. Así que decidió poner maldecido precio a la bendita cabeza del bendito profeta.

Pronto, los justos hombres que le acompañaban justamente le entregaron al maldito rey, cobrando así la bendita recompensa. Poco tiempo después, el bendito profeta fue malditamente ejecutado. Pero todo esto lo había pedido benditamente el bendito profeta, no fue la justa rapacidad de los justos sacerdotes lo que les empujó a entregarle, ni el justo hecho de que fueran unos justos asesinos sin escrúpulos justos que deseaban el maldito dinero del maldito rey.

Y así fue como el bendito profeta nos salvó a todos y arrasó benditamente la maldita ciudad (no lo he dicho, pero la ciudad fue benditamente arrasada; o justamente arrasada, no estoy seguro) que, curiosamente, aún hoy en día sigue en pie y sin arrasar y es el centro de su justa iglesia. Pero vamos, que los designios de dios son inescrutables.

No hay comentarios: